Por Richar Centeno Torres
La presión ciudadana sí puede hacer variar de posturas a los medios de comunicación, en especial a la televisión, que bajo el parámetro del rating y el negocio establece su programación sin tomar en cuenta las necesidades reales de la teleaudiencia.
Para citar un ejemplo reciente, hace unos días en Bolivia un canal privado fue prácticamente obligado a reponer una popular serie de televisión norteamericana, de alta audiencia también en el Perú (Los Simpsons), que iba a ser reemplazada por el reality chileno Calle 7, muy similar a los cuestionados programas juveniles Combate y Esto es Guerra.
Tal fue la presión de la ciudadanía, en especial colectivos de jóvenes, que el canal en cuestión no solo decidió mantener a la serie en su horario, sino que amplió su transmisión a dos horas y media, tal como exigían los televidentes.
Este hecho puede parecer anecdótico en el mundillo mediático, pero cobra real importancia en nuestro contexto cuando grupos organizados de la sociedad civil convocaron a una marcha contra la denominada TV basura.
En realidad la marcha de protesta fue el corolario de varios esfuerzos aislados que han venido manifestándose desde hace algunos años atrás y han cobrado fuerza en los últimos meses gracias a la difusión que obtienen sus argumentos en las redes sociales.
Se trata de un movimiento aparentemente desarticulado, pero que ha logrado éxitos relativos y algunos contundentes, como sanciones a televisoras por violar los horarios de protección al menor con programas de contenido inadecuado, autorregulación de parte de los propios medios y hasta salidas del aire de algunos programas considerados discriminativos y denigrantes de la dignidad de las personas.
Estas protestas, por supuesto, han estado acompañadas de una natural polémica, considerando el enorme poder económico y los grandes intereses que se mueven detrás de la industria de la televisión. No solo han salido en defensa de las televisoras y sus contenidos cuestionados figuras conocidas de la televisión nacional, sino también algunos ‘opinólogos’ y pseudoespecialistas con argumentos por demás previsibles, como –por ejemplo– eso de que la televisión transmite lo que el público pide o que la televisión no es para educar sino para entretener.
Más allá del debate, es evidente que las protestas ciudadanas han empezado a tomar cuerpo social y articularse para hacerse escuchar y llevar a los propietarios de los canales a tomar decisiones y transmitir programas pensando no solo en el frío rating y el negocio, sino también en el ciudadano que reclama contenidos de calidad.
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