Los atentados de París han trasladado al corazón de Europa la barbarie con la que conviven los ciudadanos de Siria e Irak desde hace años. Con este ataque terrorista, el Daesh (las siglas en árabe del autodenominado Estado Islámico) da un salto cualitativo en su estrategia al abrir un nuevo frente para golpear al enemigo exterior.Se trata de una derivación sumamente peligrosa, sobre todo si el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) replica este patrón a otros objetivos.
Pero si hay algo inquietante en estos atentados es que demuestran que la capacidad operativa del ISIS sigue intacta. Los 8.000 ataques aéreos lanzados por la coalición internacional contra sus feudos en territorio iraquí y sirio han logrado frenar su avance, pero no han impedido la consolidación de su administración. El hecho de que las principales potencias internacionales sean incapaces de derrotar a una organización que apenas cuenta con 50.000 efectivos nos invita a pensar que se carece de una estrategia adecuada para derrotar a este enemigo no convencional.
El régimen sirio siempre ha considerado a los yihadistas un enemigo útil, susceptible de ser manipulado cuando llegase la ocasión. El tiempo parece haberle dado la razón, puesto que su expansión ha sido respondida con el establecimiento de una coalición que está haciendo el trabajo sucio que Bachar el Asad ha rehusado asumir en los últimos años. No debemos olvidar que fue el presidente sirio quien dio la orden de liberar a centenares de yihadistas de las cárceles en los primeros compases de la revuelta, precisamente para tener una coartada para reprimir dichas manifestaciones.
Entre los liberados estaban los actuales responsables del Frente Al Nusra (la rama siria de Al Qaeda) y Ahrar Al Sham (la principal milicia salafista). Bachar ha evitado atacar las posiciones del ISIS, labor que tuvieron que asumir las fuerzas rebeldes que comprendieron que se trataba de un grupo parasitario que pretendía aprovechar el caos bélico para implantarse sobre suelo sirio. El ISIS siempre fue contemplado por el presidente sirio como un enemigo útil que le permitía presentarse como un mal menor ante la comunidad internacional. Por esta razón, el régimen necesita mantener con vida al ISIS, ya que se ha convertido en el salvoconducto que podría garantizar su propia supervivencia.
La resiliencia del ISIS nos indica, al mismo tiempo, que dicho grupo dispone de mayores apoyos de los imaginados. En realidad, su fulgurante expansión no hubiera sido factible de no haber contado con la complicidad de algunos actores clave de la región. Si bien es cierto que, hoy por hoy, el ISIS representa una amenaza global de primera magnitud, también lo es que algunos actores lo siguen considerando un instrumento de utilidad que conviene preservar.
Por último, debemos referirnos a las potencias regionales que han tenido un papel decisivo en el agravamiento de la situación en Siria e Irak. Algunas petromonarquías del golfo Pérsico se han guiado por la máxima del “enemigo de mi enemigo es mi amigo”, lo que les ha llevado a financiar generosamente a una pléyade de grupos yihadistas con una agenda abiertamente sectaria, todo ello con la voluntad de debilitar a las autoridades de Damasco y Bagdad. Arabia Saudí e Irán, que están librando una guerra fría por el control de Oriente Próximo, son los principales responsables de la deriva sectaria que azota la región.
El primer país tiene una dilatada historia de colaboración con los movimientos yihadistas, que, a su vez, se consideran puntas de lanza del wahabismo en el mundo árabe. En el pasado, importantes jeques contribuyeron a la financiación de Al Qaeda; en el presente, Riad considera la rama local de dicha organización en el Yemen como un aliado en su guerra contra los Huthis. Irán, por su parte, ha movilizado a diversas milicias chiíes libanesas e iraquíes, así como a su Guardia Republicana, para apuntalar a El Asad.
Aunque Irán sea un enemigo declarado del ISIS, lo cierto es que también ha sabido rentabilizar su existencia en las negociaciones en torno al acuerdo nuclear, ya que EE UU es plenamente consciente de que la contribución iraní será imprescindible para estabilizar el caótico Oriente Próximo.
También el Gobierno iraquí tiene un papel determinante en el nacimiento y expansión del ISIS. La intervención norteamericana permitió que los partidos chiíes se hicieran con el poder e instauraran un Gobierno abiertamente sectario. El ex primer ministro Nuri Al Maliki auspició la formación de batallones de la muerte que actuaron con absoluta impunidad, y las milicias chiíes se hicieron con el control del Ejército. La herencia dejada por la ocupación norteamericana, el sectarismo de Maliki y el yihadismo de Al Qaeda es desoladora: violencia institucionalizada, corrupción endémica, pobreza estructural y frustración generalizada. No nos debe extrañar, por tanto, que en 2006 Abu Bakr al-Bagdadi lograra granjearse el apoyo de la castigada comunidad suní y, en especial, de destacados dirigentes baazistas que rápidamente se unieron a sus filas tratando de recuperar el poder perdido.
Otra de las potencias regionales que han jugado a esta ruleta rusa ha sido Turquía, que permitió que sus fronteras se convirtiesen en un auténtico coladero por el cual se infiltraban miles de yihadistas a territorio sirio. Al hacerlo pretendía acelerar la caída del régimen, pero también impedir la consolidación de la autonomía de Rojava, el Kurdistán sirio. De esta manera, creía matar dos pájaros de un tiro. Tan sólo la creciente beligerancia del ISIS, que asesinó a más de un centenar de personas en Ankara en plena campaña electoral, parece haber modificado dicha política, aunque se han aprovechado los bombardeos contra el ISIS para destruir las bases de los peshmergas kurdos, como si los dos grupos formaran parte de un mismo fenómeno.
En último término no debemos soslayar la responsabilidad de EE UU en la irrupción del ISIS. Su invasión de Irak no sólo destruyó al régimen, sino que además desmontó el andamiaje estatal al desmovilizar al Ejército y disolver el Baaz. En ese terreno abonado nació el ISIS, que llegó a ser visto por algunos elementos de la Administración americana como un instrumento que podía debilitar a Al Qaeda, su enemigo público número uno desde los atentados del 11-S.
Tras el estallido de la guerra siria en 2011, EE UU y los países occidentales prefirieron mirar hacia otro lado, mientras el ISIS extendía sus tentáculos y se incubaba la mayor catástrofe humanitaria que ha vivido la región desde hace un siglo. Ni los unos ni los otros estaban interesados en correr riesgos y se mantuvieron impasibles ante las carnicerías cotidianas de una guerra que ha devastado el país y ha provocado la muerte de, al menos, 330.000 personas y la desaparición de otras 65.000. Ahora recogemos la cosecha de esta errática estrategia.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Próximo y Magreb en la Fundación Alternativas.