Por Domingo Tamariz Lúcar. Periodista
Para muchos biógrafos y estudiosos de José Carlos Mariátegui (nació el 14 de junio de 1894 y murió el 16 de abril de 1930) la sorprendente y enjundiosa obra de El Amauta –acaso el más grande pensador de América– tiene ribetes de milagro. Y es que en el breve transitar de su existencia –murió a los 36 años–, lo acosó, desde temprano, una enfermedad que no le dio tregua. Solo estudió primaria, y a los 14 años trabajó para ganarse el sustento.
En el diario La Prensa, alcanzando rejones o llevando originales, empezó a descubrir el mundo del periodismo. Ya era el autodidacta, el chico que leía en francés, escribía bellas crónicas y epigramas, bajo el seudónimo de ‘Juan Croniqueur’; se codeaba con los grandes del periodismo –Valdelomar, More, Gastón Roger–, y en el devenir de las luchas sindicales y los cambios sociales que sacudían al mundo –que sigue con insaciable avidez– va forjando su pensamiento y acción.
Por esos años, 1919, vendría su viaje a Italia, que Leguía, en su afán de quitarlo de su camino –Mariátegui era uno de sus críticos acerbos–, le puso en bandeja, sin imaginar el favor que le hacía, pues durante su estada en Europa se empapó, por medio de sus mentores, de las nuevas corrientes revolucionarias, por entonces de moda.
A su retorno de Europa, a los cuatro años y medio, “Mariátegui vino con los ojos cargados de visiones: listos a la aventura de un redescubrimiento del Perú” –escribiría Aurelio Miró Quesada en un artículo que publicó en la revista Mundial en 1929.
El joven periodista había madurado. Quedaba atrás el chiquillo de “la edad de piedra” para dar paso al escritor vigoroso, al pensador de honda síntesis, que no tardó en suscitar la admiración de la intelectualidad peruana y líderes sindicales que, a partir de 1925, se reúnen en su torno en tertulias memorables que tienen como tema los fatigantes problemas del país.
Su obra fue intensa: editó la revista Amauta, escribió 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana y numerosos libros; fundó la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP) y el Partido Socialista, que fue fruto de su reflexión sobre el país y escapó a los dictados de la Kominfer, que pretendía –al igual que en otros países– que en el Perú también se creara un partido comunista, a lo que Mariátegui sistemáticamente se opuso.
A pesar de sus escasos recursos económicos, Mariátegui se las ingeniaba para conseguir los últimos libros que, dado su espíritu generoso, muchas veces prestaba a los amigos, entre ellos el poeta Eguren, quien alguna vez le escribió desde Barranco, por entonces un lugar de campo y veraneo, para anunciarle que un resfrío le impedía, por el momento, devolverle tal o cual libro.
Por otro lado, Mariátegui fue uno de los primeros escritores que vivieron de su pluma. En eso fue precursor en lo que hoy pueden serlo Vargas Llosa o Bryce. Inclusive cuando sacó Amauta, que fue un órgano de carácter ideológico y, por lo tanto, nada comercial, se vio en la necesidad de seguir colaborando en Variedades y Mundial, que le pagaban 15 y 20 soles, respectivamente, por artículo, dinero con el que atendió las necesidades de los suyos.
Fue en esa lucha sin tregua que fue delineando su obra más trascendente: 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, en la que plantea algunos problemas que aún siguen vigentes.
Sin duda, 7 ensayos de interpretación... fue el libro peruano más leído del siglo pasado. Sandro Mariátegui, hijo del Amauta, me revelaría en una entrevista en los años 90 que se han hecho 60 ediciones de aquella obra; de las cuales 23 son del extranjero y 37 del Perú.
A fines de marzo de 1930, la enfermedad de Mariátegui entró en crisis. Los dolores lo atormentaban. Pasaron los días y en su lecho de la clínica Villarán, rodeado de su abnegada esposa, Anita Chiappe, y de un pequeño grupo de amigos y correligionarios, entre ellos el doctor Tomás Escajadillo, falleció el 16 de abril de 1931.
“Ese fatídico día –me diría Escajadillo en una lejana entrevista– encontré que bruscamente se había puesto grave, estaba con un profundo decaimiento, sudaba intensamente, pero parece que conservaba el pensamiento, hablaba de su obra, hablaba de Amauta, se le entendía el nombre de Anita, de sus hijos”.
Fue así como se apagó la vida de un hombre talentoso, de un guía, de un maestro, finalmente de un ideólogo, que al margen de su partidarismo se proyectó en la dimensión que comprendió la vida peruana del siglo XX.
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