El expresidente Alan García –el de las matanzas de El Frontón y Bagua– se muere por la pena de muerte. El lunes último insistió en la pena capital para luchar contra la criminalidad y la inseguridad ciudadana.
La declaración se produjo en el velatorio de un hijo del alcalde de San Juan de Lurigancho, asesinado por una banda criminal que disputaba con otro sector de delincuentes.
Según la Policía, el joven Carlos Burgos también estaba involucrado en un plan delictivo y hasta homicida.
La justicia tiene la palabra sobre el caso, pero los hechos demuestran que en esta ocasión a García el tiro le salió por la culata.
El exmandatario no pierde ocasión para robar cámara y páginas. El lunes recordó que cuando ocupó el sillón presidencial pidió la pena de muerte para los violadores de niños. No pudo lograrlo, porque en el Congreso de la República se tuvo presente que la Constitución establece que la pena de muerte solo se aplica al delito de traición a la patria.
El artículo 140 de la Carta dice, en efecto:
“La pena de muerte solo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”.
Si García hubiera tenido intención firme de ampliar el espectro de los delitos posibles de pena capital, hubiera podido hacerlo, como explicó ayer el jurista Carlos Rivera: tenía mayoría en el Congreso, para incluso reformar la Constitución. Controlaba, además, todos los poderes del Estado, sobre todo el judicial.
¿Cómo puede un gobernante que fomentó el asesinato de dirigentes de construcción civil convertirse en guardián de la seguridad ciudadana?
Quien, en consulta en vivo y en directo con Dios, otorgó indultos y conmutó penas a narcos y delincuentes avezados, previo pago sin duda, ¿puede recomendar medidas a favor de la seguridad y contra el crimen?
Hace años, la revista estadounidense Time publicó un memorable ensayo sobre la pena de muerte, a raíz de que se había descubierto un método indoloro para aplicarla: la inyección letal.
El magistral texto recorría la historia de las penas de muerte –incluida la vigente en países islámicos de permitir el matar a pedradas a las mujeres adúlteras–. Exponía pensamientos de juristas eminentes y, sobre todo, recogía resultados: la pena de muerte, en los Estados de la Unión que la permitían, no disminuía el número de violaciones con asesinato.
Por lo demás, Daniel Figallo, ministro de Justicia, recordó ayer que el Perú, que ha suscrito el Pacto de San José de Costa Rica y la Convención Americana de Derechos Humanos, está impedido de ampliar la aplicación de la pena de muerte.
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