Por: Gustavo Benites Jara
gusbeja7@yahoo.es
La pobreza es como una maldición. Una desgracia atrae a la otra. Y los que la padecen, o se hunden hasta la ignominia o se elevan hasta el vértigo. Y esos hombres y mujeres que nos enseñaron a no ser esclavos, a pesar de su esclavitud no elegida ni aceptada, a luchar sin tener con qué hacerlo, a resistir teniendo sólo su esperanza como escudo; aquellos que nos precedieron en la dignidad, porque todos la tenemos, sólo que los temores demoran su aparición; aquellos que no pudieron ser derrotados por los esclavistas, ni por el despreciable papá Doc, ni por su innombrable hijo, ni por los huracanes, ni por la ambición de los devoradores de siempre; aquellos, éstos, admirables hasta las lágrimas, no serán vencidos por la madre naturaleza que en su furia transitiva y transitoria, incomprensible por materna, aceptada por eso mismo, ha puesto su mano en la herida inconmensurable de los amados hermanos de La Española, de esa parte tan llagada, de esa tierra de montañas, de esa Haiti de nuestro corazón.
Ahora, los que le negaron siempre el aire fresco de la libertad, los que pisotearon sus lágrimas, los que se burlaron de sus danzas, de sus gallinas degolladas, de su unidad con el misterio del fuego, de su Vudú que parecía locura y que no era sino otra forma de vivir y de resistir; aquellos, decía, que jamás se preocuparon de esa pobreza que era escándalo, que la tenían a la mano de su mezquina compasión, ahora revolotean disputándose una magra presencia humanitaria, enviando hospitales o unos cuantos dólares para calmar su desalmada conciencia o su insomnio de un minuto, menos del que duró el terremoto, esos que gastaron 800 mil millones de dólares en armas y no gastan ni uno en la pobreza de los desamparados.
Obviamente, con la obviedad que nos dicta la historia, nos referimos a los conquistadores de siempre, a los negreros de la ilusión, a los pisadores habituales de la dignidad y del llanto de los vencidos momentáneos; no nos referimos, claro está, a los pueblos pobres que siempre están al lado de sus hermanos pobres, porque solo la pobreza los hace solidarios, los unimisma, los encandila con un amor incomprensible para los fariseos, los epulones, los sacrificadores, los devoradores de almas, que no se satisfacen con chupar el cuerpo famélico de los que ya no tienen sangre porque la vendieron en los callejones del hambre y de la desesperación, pero que no sucumben, porque saben que el dolor acabará un día y que por eso resisten, aman, procrean y danzan.
Y esas palabras de Jesús, el Cristo, que son otro vértigo por la cima o por la sima a donde llegan o de donde proceden, incomprensibles ahora y ayer y tal vez mañana, esas palabras que dijeron: “Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado!” Y “Tú, que estuviste siempre bien”, quitaste a ese pueblo hasta lo que no tenían que era lo que tenían, no solo sus manglares le quitaste, sino también sus bosques y sus arrecifes de coral, y le quitaste su techo de plástico, su piso de lágrimas, su olla de vacío, su almohada de piedra, su jergón de arañas, y su amado chinche, ¿di, Vallejo?, hasta su media remendada, su zapato viejo, su cuchara, en suma, atravesada.
Pero no le quitaste, nadie le podrá quitar a ese amado pueblo, a esa tierra de montañas, la esperanza que se resiste a morir, porque sabe, cómo lo sabe no lo sabemos, que su dolor es nuestra madre, nuestra memoria y nuestro espejo; que su coraje y su fe están ahí, para decirnos a los satisfechos que se puede vivir, que se debe vivir, que no hay derecho ni lugar para la desesperanza, sino para la perpetua rebelión, que es la forma suprema del amor.
gusbeja7@yahoo.es
La pobreza es como una maldición. Una desgracia atrae a la otra. Y los que la padecen, o se hunden hasta la ignominia o se elevan hasta el vértigo. Y esos hombres y mujeres que nos enseñaron a no ser esclavos, a pesar de su esclavitud no elegida ni aceptada, a luchar sin tener con qué hacerlo, a resistir teniendo sólo su esperanza como escudo; aquellos que nos precedieron en la dignidad, porque todos la tenemos, sólo que los temores demoran su aparición; aquellos que no pudieron ser derrotados por los esclavistas, ni por el despreciable papá Doc, ni por su innombrable hijo, ni por los huracanes, ni por la ambición de los devoradores de siempre; aquellos, éstos, admirables hasta las lágrimas, no serán vencidos por la madre naturaleza que en su furia transitiva y transitoria, incomprensible por materna, aceptada por eso mismo, ha puesto su mano en la herida inconmensurable de los amados hermanos de La Española, de esa parte tan llagada, de esa tierra de montañas, de esa Haiti de nuestro corazón.
Ahora, los que le negaron siempre el aire fresco de la libertad, los que pisotearon sus lágrimas, los que se burlaron de sus danzas, de sus gallinas degolladas, de su unidad con el misterio del fuego, de su Vudú que parecía locura y que no era sino otra forma de vivir y de resistir; aquellos, decía, que jamás se preocuparon de esa pobreza que era escándalo, que la tenían a la mano de su mezquina compasión, ahora revolotean disputándose una magra presencia humanitaria, enviando hospitales o unos cuantos dólares para calmar su desalmada conciencia o su insomnio de un minuto, menos del que duró el terremoto, esos que gastaron 800 mil millones de dólares en armas y no gastan ni uno en la pobreza de los desamparados.
Obviamente, con la obviedad que nos dicta la historia, nos referimos a los conquistadores de siempre, a los negreros de la ilusión, a los pisadores habituales de la dignidad y del llanto de los vencidos momentáneos; no nos referimos, claro está, a los pueblos pobres que siempre están al lado de sus hermanos pobres, porque solo la pobreza los hace solidarios, los unimisma, los encandila con un amor incomprensible para los fariseos, los epulones, los sacrificadores, los devoradores de almas, que no se satisfacen con chupar el cuerpo famélico de los que ya no tienen sangre porque la vendieron en los callejones del hambre y de la desesperación, pero que no sucumben, porque saben que el dolor acabará un día y que por eso resisten, aman, procrean y danzan.
Y esas palabras de Jesús, el Cristo, que son otro vértigo por la cima o por la sima a donde llegan o de donde proceden, incomprensibles ahora y ayer y tal vez mañana, esas palabras que dijeron: “Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado!” Y “Tú, que estuviste siempre bien”, quitaste a ese pueblo hasta lo que no tenían que era lo que tenían, no solo sus manglares le quitaste, sino también sus bosques y sus arrecifes de coral, y le quitaste su techo de plástico, su piso de lágrimas, su olla de vacío, su almohada de piedra, su jergón de arañas, y su amado chinche, ¿di, Vallejo?, hasta su media remendada, su zapato viejo, su cuchara, en suma, atravesada.
Pero no le quitaste, nadie le podrá quitar a ese amado pueblo, a esa tierra de montañas, la esperanza que se resiste a morir, porque sabe, cómo lo sabe no lo sabemos, que su dolor es nuestra madre, nuestra memoria y nuestro espejo; que su coraje y su fe están ahí, para decirnos a los satisfechos que se puede vivir, que se debe vivir, que no hay derecho ni lugar para la desesperanza, sino para la perpetua rebelión, que es la forma suprema del amor.
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