Enviado por Margarita Salas Sánchez
marsalas44@yahoo.es
Por: César Hildebrandt
Columnista del diario La Primera
La situación actual del Perú resulta inexplicable si no se entiende algo de lo que significó Fernando Belaunde Terry, el fundador de lo que podríamos llamar la era moderna de nuestra política.
Gran personaje, con más sombras que luces en el balance, Belaunde siempre entendió el poder como un servicio público sostenido por su intachable ejemplo personal –y en eso se equivocó: solía rodearse de angurrientos aprovechadores que sólo él no detectaba-; y la administración como algo que podían hacer “los técnicos” –y en eso se equivocó más aún: sin resolver el asunto de las metas –y eso es rol del líder- los técnicos no sirven para casi nada.
Parecía tan distante de las miserias humanas y tan limpio respecto de los escándalos que sus colaboradores se empeñaban en protagonizar, que Belaunde daba la impresión de ejercer un reinado, entre fantástico y bien intencionado, y de pertenecer a una estirpe de caballeros sólo interesados en dar batallas, mucho más que en ganarlas.
Podría decirse, abusando del idioma, que Fernando Belaunde Terry fundó la casa Borbón -filial de Lima- y reinó hasta donde pudo en dos periodos que dejaron al país tan destrozado como cualquier 1898 peninsular. Hasta en eso fue fiel a su linaje y a esa hispanofilia de la que alguna vez me habló, con elocuente admiración, Luis María Ansón, el que fuera director del ABC de Madrid.
Aristócrata del espíritu, aunque honrado como pocos y austero hasta el fin de sus días, Belaunde, que era conservador pero no pertenecía a La Caverna, encabezó, con muchos jóvenes al frente, una revolución mestiza que en 1956 lo llevó a las carátulas de “Caretas” –famosa es su foto blandiendo el índice derecho ante un oficial de la policía- y en 1963, previo arreglo de dudoso gusto con los milicos que habían vetado a Haya de la Torre, al peldaño más alto del poder. Del poder formal, se entiende. Porque el poder real jamás lo perdieron los muchachos y muchachas que salían, jugando polo o asistiendo a alguna recepción, en el mundo del papel cuché.
Llegó don Fernando a ese remedo de palacio limeño el 28 de Julio de 1963 y sus enemigos tejieron, de inmediato, diversas historias, a cada cual más improbable y la una más maligna aún que la otra.
Decían sus enemigos que a don Fernando le dio un patatús al ver esa imitación disminuida de patio sevillano.
¿Eso era el patio sevillano? –dicen que dijo.
¿Ese el escudo original de Lima? –dicen que preguntó.
¿Y esos muebles con olor a nuevo eran el mobiliario de su despacho? –dicen que se preocupó.
¿Y por qué no estaba algún Primo de Rivera para ser nombrado ministro de la gobernación? –dicen que deliró.
¿Y Sagasta, qué habían hecho con él? –dicen que dijo al borde del enfado.
¿Y ese negro del retrato, era Ricardo Palma? –dicen los calumniadores que preguntó.
¿Y no había angulas sino cebiche? –dicen que preguntó.
Sus adversarios, que no eran pocos y que venían del Apra, convertida en sicariato parlamentario de la derecha, y de La Caverna, donde el benavidismo de siempre y el odriismo de 1962 se habían vuelto a juntar, dicen que sólo don Manuel Ulloa, que tenía la pinta de un califa de Córdoba, pudo convencer a Belaunde de que no podía anexar el Perú a España, aunque, añaden, jamás pudo impedir que don Fernando llamara Retiro al Parque de la Reserva, Cibeles al óvalo de Miraflores y Almudena al cementerio del Ángel.
Lo cierto es que cuando Belaunde dio su primera Cédula Real sobre “La naturaleza de las llamadas encomiendas”, que es una manera festiva y novelesca de nombrar aquello que algunos jóvenes que le servían llamaron reforma agraria (o algo así de pomposo), dicen que creyó estar dando la Ley de Amortizaciones más importante de la historia peruana, considerando al virreinato en esa historia, por supuesto.
Y dicen que cuando Hugo Blanco apareció, barbudo y sin cinturón, en la ciudad del Cusco, este acaecido monarca de nombre Fernando (el Belaunde), visigodo de pensamiento, intentó convencer al rey de Francia, o sea a De Gaulle, para que le enviara sus mejores carromatos de batalla, sus más potentes catapultas y lo mejor de su infantería de lanceros. Estaba convencido de que Blanco era, en realidad, un bárbaro germánico que quería acabar con la civilización tal como la concibió Felipe el Hermoso.
Y para Belaunde la civilización también era hablar imitando a Castelar, beber vino del Duero, besarse en francés, despedirse en torpe inglés, echarle lacre a los sobres oficiales y honrar al Cid, señor eterno de la gloria errante.
Lo rotundo es que en 1968, cuando Belaunde fue sacado en pijama de Palacio, el Perú era una caricatura de país. Y “El Comercio” de don Luis Miró Quesada –no lo olvidemos- se pronunció a favor del golpe nasserista de los militares.
Cuando Belaunde, muchos años después, llegó de nuevo al poder ya era otro el Perú y él mismo había dejado atrás algunas de sus melancolías más ibéricas.
Pero siguió pensando que la palabra debía de ser ampulosa y que no había mejor manera de combatir al enemigo que negándolo.
Por eso no le hizo caso a Sendero, hasta que un día las bombas le reventaron en la puerta de su casa partidaria –en pleno Paseo Colón- y fue entonces que se dignó a nombrar a un pacificador plenipotenciario, a un La Gasca que impusiera el orden entre “hermanos enfrentados”, que es como llamaba a las encarnizadas tribus en batalla.
El problema es que para el cargo nombró al general Clemente Noel Moral, un hombre formado en Chorrillos, deformado en la Escuela de las Américas y convencido de que Videla era una fuente de inspiración.
De modo que este general hizo todo lo que estuvo a su alcance para que los lugareños odiaran al ejército, dudaran ante Sendero, desconocieran al Estado y, paulatinamente, se plegaran a la guerrilla polpotiana inventada por ese señor que se decía kantiano (o sea Guzmán).
Cuando Noel Moral dejó el cargo, después de varios miles de muertos que incluían a los mártires de Uchurajay, Sendero había dejado de ser una columna de forajidos montañosos y se había convertido en un movimiento de masas que llegaría a poner en jaque al Perú.
Tan mal lo hizo el segundo Belaunde –aquel que el exilio había plebeyizado casi a la fuerza- que, al final de su periodo, el país, masoquista por lo general, había construido la figura y la fama de Alan García, que llegó a escena para robarse el show y al poder para robarse todo lo que pudo.
De modo que casi podríamos cantar, en homenaje a Belaunde, aquello de que están clavadas dos cruces en el monte del olvido. Una cruz fue la crisis de 1967 y la devaluación devastadora, mezclada con la corrupción, que convocó a los militares de izquierda a hacerse con el poder y a ensayar una fórmula que aterrorizó a las derechas reunidas del Perú y terminó fracasando políticamente y alentando todas las restauraciones posteriores.
La segunda cruz fue la del apocalipsis peruano de 1985 a 1990, cuando el país, en llamas, vio al Apra del Enci y de los Epsa, de León y Cornejo, de García y su círculo, asaltar las bóvedas del erario, perder la guerra con Sendero y desatar una inflación de estirpe húngara que a los pobres condujo a la miseria extrema y a los míseros al puro y duro hambre.
De ese barro aprista, corrompido y acompadrado, fue moldeada la figura de Alberto Fujimori, auténtico invento de Alan García cuando vio que las otras candidaturas no prendían, que Vargas Llosa podía llegar al poder y que él corría el riesgo de terminar en la cárcel (como debió de ocurrir).
Hay que recordar estas cosas ahora que algunos proponen que la política peruana se recupere con un baño de frivolidad atorrante. O, como en el caso de Kouri o Castañeda, ensaye la opción de la más absoluta falta de valores.
Que un país que sufrió, hace menos de dos décadas, decenas de miles de muertos y una guerra civil virtual que casi lo aniquila, que un país así, digo, invente opciones electorales estúpidas o sin ética es algo que sólo la psiquiatría social puede explicarnos.
marsalas44@yahoo.es
Por: César Hildebrandt
Columnista del diario La Primera
La situación actual del Perú resulta inexplicable si no se entiende algo de lo que significó Fernando Belaunde Terry, el fundador de lo que podríamos llamar la era moderna de nuestra política.
Gran personaje, con más sombras que luces en el balance, Belaunde siempre entendió el poder como un servicio público sostenido por su intachable ejemplo personal –y en eso se equivocó: solía rodearse de angurrientos aprovechadores que sólo él no detectaba-; y la administración como algo que podían hacer “los técnicos” –y en eso se equivocó más aún: sin resolver el asunto de las metas –y eso es rol del líder- los técnicos no sirven para casi nada.
Parecía tan distante de las miserias humanas y tan limpio respecto de los escándalos que sus colaboradores se empeñaban en protagonizar, que Belaunde daba la impresión de ejercer un reinado, entre fantástico y bien intencionado, y de pertenecer a una estirpe de caballeros sólo interesados en dar batallas, mucho más que en ganarlas.
Podría decirse, abusando del idioma, que Fernando Belaunde Terry fundó la casa Borbón -filial de Lima- y reinó hasta donde pudo en dos periodos que dejaron al país tan destrozado como cualquier 1898 peninsular. Hasta en eso fue fiel a su linaje y a esa hispanofilia de la que alguna vez me habló, con elocuente admiración, Luis María Ansón, el que fuera director del ABC de Madrid.
Aristócrata del espíritu, aunque honrado como pocos y austero hasta el fin de sus días, Belaunde, que era conservador pero no pertenecía a La Caverna, encabezó, con muchos jóvenes al frente, una revolución mestiza que en 1956 lo llevó a las carátulas de “Caretas” –famosa es su foto blandiendo el índice derecho ante un oficial de la policía- y en 1963, previo arreglo de dudoso gusto con los milicos que habían vetado a Haya de la Torre, al peldaño más alto del poder. Del poder formal, se entiende. Porque el poder real jamás lo perdieron los muchachos y muchachas que salían, jugando polo o asistiendo a alguna recepción, en el mundo del papel cuché.
Llegó don Fernando a ese remedo de palacio limeño el 28 de Julio de 1963 y sus enemigos tejieron, de inmediato, diversas historias, a cada cual más improbable y la una más maligna aún que la otra.
Decían sus enemigos que a don Fernando le dio un patatús al ver esa imitación disminuida de patio sevillano.
¿Eso era el patio sevillano? –dicen que dijo.
¿Ese el escudo original de Lima? –dicen que preguntó.
¿Y esos muebles con olor a nuevo eran el mobiliario de su despacho? –dicen que se preocupó.
¿Y por qué no estaba algún Primo de Rivera para ser nombrado ministro de la gobernación? –dicen que deliró.
¿Y Sagasta, qué habían hecho con él? –dicen que dijo al borde del enfado.
¿Y ese negro del retrato, era Ricardo Palma? –dicen los calumniadores que preguntó.
¿Y no había angulas sino cebiche? –dicen que preguntó.
Sus adversarios, que no eran pocos y que venían del Apra, convertida en sicariato parlamentario de la derecha, y de La Caverna, donde el benavidismo de siempre y el odriismo de 1962 se habían vuelto a juntar, dicen que sólo don Manuel Ulloa, que tenía la pinta de un califa de Córdoba, pudo convencer a Belaunde de que no podía anexar el Perú a España, aunque, añaden, jamás pudo impedir que don Fernando llamara Retiro al Parque de la Reserva, Cibeles al óvalo de Miraflores y Almudena al cementerio del Ángel.
Lo cierto es que cuando Belaunde dio su primera Cédula Real sobre “La naturaleza de las llamadas encomiendas”, que es una manera festiva y novelesca de nombrar aquello que algunos jóvenes que le servían llamaron reforma agraria (o algo así de pomposo), dicen que creyó estar dando la Ley de Amortizaciones más importante de la historia peruana, considerando al virreinato en esa historia, por supuesto.
Y dicen que cuando Hugo Blanco apareció, barbudo y sin cinturón, en la ciudad del Cusco, este acaecido monarca de nombre Fernando (el Belaunde), visigodo de pensamiento, intentó convencer al rey de Francia, o sea a De Gaulle, para que le enviara sus mejores carromatos de batalla, sus más potentes catapultas y lo mejor de su infantería de lanceros. Estaba convencido de que Blanco era, en realidad, un bárbaro germánico que quería acabar con la civilización tal como la concibió Felipe el Hermoso.
Y para Belaunde la civilización también era hablar imitando a Castelar, beber vino del Duero, besarse en francés, despedirse en torpe inglés, echarle lacre a los sobres oficiales y honrar al Cid, señor eterno de la gloria errante.
Lo rotundo es que en 1968, cuando Belaunde fue sacado en pijama de Palacio, el Perú era una caricatura de país. Y “El Comercio” de don Luis Miró Quesada –no lo olvidemos- se pronunció a favor del golpe nasserista de los militares.
Cuando Belaunde, muchos años después, llegó de nuevo al poder ya era otro el Perú y él mismo había dejado atrás algunas de sus melancolías más ibéricas.
Pero siguió pensando que la palabra debía de ser ampulosa y que no había mejor manera de combatir al enemigo que negándolo.
Por eso no le hizo caso a Sendero, hasta que un día las bombas le reventaron en la puerta de su casa partidaria –en pleno Paseo Colón- y fue entonces que se dignó a nombrar a un pacificador plenipotenciario, a un La Gasca que impusiera el orden entre “hermanos enfrentados”, que es como llamaba a las encarnizadas tribus en batalla.
El problema es que para el cargo nombró al general Clemente Noel Moral, un hombre formado en Chorrillos, deformado en la Escuela de las Américas y convencido de que Videla era una fuente de inspiración.
De modo que este general hizo todo lo que estuvo a su alcance para que los lugareños odiaran al ejército, dudaran ante Sendero, desconocieran al Estado y, paulatinamente, se plegaran a la guerrilla polpotiana inventada por ese señor que se decía kantiano (o sea Guzmán).
Cuando Noel Moral dejó el cargo, después de varios miles de muertos que incluían a los mártires de Uchurajay, Sendero había dejado de ser una columna de forajidos montañosos y se había convertido en un movimiento de masas que llegaría a poner en jaque al Perú.
Tan mal lo hizo el segundo Belaunde –aquel que el exilio había plebeyizado casi a la fuerza- que, al final de su periodo, el país, masoquista por lo general, había construido la figura y la fama de Alan García, que llegó a escena para robarse el show y al poder para robarse todo lo que pudo.
De modo que casi podríamos cantar, en homenaje a Belaunde, aquello de que están clavadas dos cruces en el monte del olvido. Una cruz fue la crisis de 1967 y la devaluación devastadora, mezclada con la corrupción, que convocó a los militares de izquierda a hacerse con el poder y a ensayar una fórmula que aterrorizó a las derechas reunidas del Perú y terminó fracasando políticamente y alentando todas las restauraciones posteriores.
La segunda cruz fue la del apocalipsis peruano de 1985 a 1990, cuando el país, en llamas, vio al Apra del Enci y de los Epsa, de León y Cornejo, de García y su círculo, asaltar las bóvedas del erario, perder la guerra con Sendero y desatar una inflación de estirpe húngara que a los pobres condujo a la miseria extrema y a los míseros al puro y duro hambre.
De ese barro aprista, corrompido y acompadrado, fue moldeada la figura de Alberto Fujimori, auténtico invento de Alan García cuando vio que las otras candidaturas no prendían, que Vargas Llosa podía llegar al poder y que él corría el riesgo de terminar en la cárcel (como debió de ocurrir).
Hay que recordar estas cosas ahora que algunos proponen que la política peruana se recupere con un baño de frivolidad atorrante. O, como en el caso de Kouri o Castañeda, ensaye la opción de la más absoluta falta de valores.
Que un país que sufrió, hace menos de dos décadas, decenas de miles de muertos y una guerra civil virtual que casi lo aniquila, que un país así, digo, invente opciones electorales estúpidas o sin ética es algo que sólo la psiquiatría social puede explicarnos.
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