Es el fin de una era. Ayer se inició la migración oficial del Messenger al Skype (que Microsoft compró por más de 8 mil millones de dólares). A partir del 30 de abril, no habrá más “mesanyer”, como le decíamos los peruanos. Será el final de una herramienta que se volvió algo más para muchos, especialmente aquí en nuestro país, que era uno de los que, contra la tendencia mundial, todavía seguía usándolo intensamente.
Según estadísticas de comScore del 2011, Perú era el país con más porcentaje de chateros del mundo. El 77,2% de sus internautas usaban algún servicio de chat (nos seguía Brasil, con 73%). La abrumadora mayoría de, por no decir todo, ese porcentaje de chateros utilizaba Microsoft Messenger. De hecho, según ese informe, los peruanos, a diferencia del resto del mundo, usamos más el chat que el correo electrónico para comunicarnos.
En esa encuesta, Perú también es, a pesar de tooodo lo que se escribe sobre la brecha digital y la falta de acceso a Internet, el sexto país que pasa más tiempo en el chat. El peruano chatea un promedio de 6,6 horas al mes (esta categoría la lidera Brasil con 8,5 horas al mes).
Teniendo en cuenta que el Messenger, desde su lanzamiento en 1999, monopolizó en la práctica, durante más de una década, las necesidades de interacción personal electrónica de los peruanos, no debería extrañarnos que su muerte se haya convertido en tema nacional de conversación (y de chateo).
Es cierto que una minoría más informatizada migró, casi con el cambio de siglo, al Yahoo! Messenger y más tarde al Google Talk (alias “el chat del Gmail”), que durante un breve momento el mIRC atravesó todas las barreras sociales y que, en los últimos meses, todo indica que el servicio de chat de Facebook ha empezado a desplazarlo en las mayorías (“¡tienes un inbox!”). Pero para la gran mayoría de peruanos, el Messenger todavía es parte importante de sus vidas.
Hice un breve sondeo de memorias del Messenger, que inevitablemente ocasionó una avalancha de recuerdos de amores conseguidos y perdidos, matrimonios, infidelidades, romances a distancia, peleas de amigos, peleas de parejas, divorcios, sexo virtual cuando incluyeron la camarita, familias que se volvían a ver las caras con la misma herramienta, niños cuyo segundo nombre debería ser MSN, vergüenzas cuando el subnick revelaba qué canción inconfesable estabas escuchando, estrategias para que la chica te diga cuál era su messenger, nicks en colores, emoticones personalizados, ansiosísimos zumbidos, virus al por mayor, irreemplazables archivos adjuntos de trabajo o estudio que jamás llegaban, chats grupales agregando gente que no tenía idea de cómo había llegado allí, cadenas que alertaban de su inminente cierre si no reenvías este correo, tips para ocultarlo en el salón de clase, mecanismos para acceder a él si estaba prohibido en la oficina, además de, por supuesto, decenas de personas con dos, tres o ¡diecisiete! identidades virtuales a la vez (usando un programa apropiadamente llamado Polygamy o, sencillamente, alquilando dos computadoras contiguas en una cabina) y sus ilusas víctimas.
¿Cuánto de todo lo que pasó en nuestras vidas estuvo determinado porque a un ingeniero de Microsoft se le ocurrió agregar esta u otra opción a cada nueva versión de su software? Tenemos un mes más para pensar en eso, hasta que el servicio de chat más emblemático termine de cerrar y todos esos momentos se pierdan, como emoticones en el Messenger.
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