Hasta ya muy viejita era visitada por sus exalumnos, quienes iban a contarle sus cuitas o a presentarle a sus hijos.
Mi madre era un abrevadero de paz. Su “no te preocupes Guillermito” aún me acompaña en momentos de desazón.
Nada la alteraba, ni siquiera el día en que con Federico, mi hermano mayor, casi incendiamos la casa. Su reacción fue sentenciar que, en realidad, se habían quemado un montón de trastos inútiles (todo lo era para ella, menos la paz familiar y el amor que nos profesábamos) y que ahora había más espacio. Durante la cena celebró que los pirómanos estuviéramos ilesos, y la vida volvió a transcurrir como si ese fuego nunca hubiese existido.
Algunas palabras pronunciadas casi al desgaire nos indicaban que no debíamos volver a intentar algo semejante, que nuestros juegos podían ser igualmente felices sin necesidad de provocar un incendio semejante a los que veíamos en las instructivas películas de Hollywood. Luego todos reíamos evocando la tragedia evitada y el enojo de Albina, nuestra implacable y querida cocinera, quien estaba indignada porque no se nos hubiese aplicado un correctivo.
Lo que Amandita decía era “santa palabra” para mi viejo, y viceversa cuando él era quien opinaba primero, con lo que nos habituamos a vivir en un clima de coexistencia y respeto que no era habitual en otros hogares donde los padres ventilaban sus diferencias en presencia de los hijos, cuando no de los vecinos, y el respeto que todos nos debemos se diluía en ese clima de tensión que las diferencias provocan. Pocos son conscientes de cuánto pesará en el futuro de sus hijos una experiencia semejante. Nunca festejé el Día de la Madre pues en mi época no existía y porque, para mí, hasta hoy, no hay día de mi vida que no celebre haber sido su hijo.
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